En Voces 2030 estamos elaborando un documento de “mínimos alcanzables” sobre los que los candidatos presidenciales deberían comprometerse a incluir en sus propuestas de gestión ambiental.
El ejercicio consiste en poner sobre la mesa algunas apuestas que desde nuestra perspectiva impliquen un avance significativo para lo ambiental, pero que también sean realistas y logrables en el actual contexto nacional.
El equipo ha definido su enfoque en cinco temas gruesos. Respecto del que me ha correspondido trabajar, el de Economía para la sostenibilidad, quisiera compartir a manera de borrador tres ideas iniciales.
La primera pasa por la necesidad de superar el fetiche del crecimiento económico. Una amplia comunidad de científicos señala a La gran aceleración, período que comenzó con los años finales de la segunda guerra mundial, como determinante de la crisis ambiental actual. Por mencionar solo un ejemplo, desde esos tiempos hasta nuestros días, mientras el producto interno bruto (PIB) global se multiplicó unas siete veces, la concentración de CO2 atmosférico pasó de unas 300 a unas 360 partes por millón. Este gran acelerador se ha nutrido de un relato que en realidad nunca nos han explicado muy bien: que el mundo está mejor cuando su economía va hacia arriba y hacia adelante. Mientras políticos de todo el mundo usan de manera descontextualizada al mismo indicador de PIB, ya sea para ufanarse de sus supuestos logros o para atacar a sus rivales, economistas como Kate Raworth han insistido en la necesidad de dejar atrás la metáfora del crecimiento eterno e indefinido para poner al balance en el centro de la discusión.
Al respecto, la primera invitación para los candidatos es la de asimilar y llevar a sus discursos el postulado de que, como ha mostrado la evidencia, el crecimiento no necesariamente lleva al desarrollo. Aunque poner en duda al crecimiento puede parecer paradójico para un país como Colombia, nuestros enormes problemas ambientales —y sus ya demostradas consecuencias económicas y sociales de largo plazo— deben motivar reflexiones llevadas a lo actual sobre cómo dinamizar nuestra economía en una interdependencia armónica con la naturaleza. Como dice la misma Raworth, no podemos enfrentar los problemas del 2050 con la mentalidad de 1950.
El segundo punto se centra en el tránsito hacia una economía no dependiente del extractivismo, particularmente de los combustibles fósiles. Curiosamente, en Colombia se creó el Sistema Nacional Ambiental en la misma época en la que el país comenzaba su apuesta por un modelo neoliberal. Abrir nuestras fronteras al comercio internacional fortaleció en lo agrícola la práctica del monocultivo y atrajo capitales extranjeros hacia la minería y los hidrocarburos. Treinta años después del neoliberalismo, y de la creación del engranaje institucional de la gestión ambiental nacional, somos hoy —menciono solo esa cifra— uno de los países con mayor número de conflictos ambientales en el mundo, conflictos en los que proyectos extractivistas de todo tipo son centrales.
Colombia necesita, desde la perspectiva ambiental, y también desde la económica, encontrar un plan de transición soportado en criterios de justica climática, pero que también considere nuestro rol histórico en ese contexto: el aporte nacional actual a las emisiones globales de gases efecto invernadero es de apenas el 0,4%. Colombia necesita dejar atrás un modelo fuertemente basado en la degradación del ambiente y del derecho a un ambiente sano, pero también hacerlo de una manera justa y sensible con las comunidades más vulnerables y con las actividades económicas que naturalmente se verían más afectadas. Necesitamos hacerlo ya, pero necesitamos también hacerlo de manera planificada.
En la misma línea y estrechamente relacionado con el anterior, el tercer punto toca el tema de los impuestos verdes. Es uno de los más álgidos y uno en los que más suele verse ligereza y falta de criterio técnico y de empatía social por parte de políticos y funcionarios de gobierno. El asunto, como en cualquier política de impuestos, consiste en resolver las preguntas de cuáles impuestos verdes son realmente necesarios, quién debería pagarlos y cómo. La dificultad adicional es que además de las necesidades económicas y sociales, aquí también juega la justicia ambiental. Una muy buena ilustración de estas dificultades se vivió en Francia en el contexto de las protestas de los denominados chalecos amarillos de 2018. Mientras se discutía sobre un impuesto “verde” a la gasolina, lo que ya había desencadenado el movimiento social, uno de los manifestantes declaró: “el gobierno habla del fin del mundo y nosotros del fin de mes”. Las políticas de impuestos verdes deben fundamentarse en amplias discusiones técnicas y sociales y deben diseñarse con criterios de justicia tributaria. Con varios matices, y consideraciones técnicas y éticas, la discusión debe ir de la mano con la de los incentivos.
La propuesta principal desde Voces 2030 no es solo instar a los candidatos a comprometerse con los puntos que pondremos a su consideración, algo que por cierto haremos a través de un documento mucho más suscito que esta columna. El compromiso principal para lograr es que, ya en un escenario de gobierno, se diseñe un mecanismo de consulta y deliberación que llegue mucho más lejos de lo que podría un comité de “expertos” o de “sabios”. El mecanismo debe incluir a la academia, al activismo, la sociedad civil y tener repercusiones tangibles en el armado de las políticas que toquen la gestión ambiental nacional. Aliados con otros actores, en Voces 2030 trabajaremos por lograr del próximo gobierno un compromiso real por una política ambiental ampliamente discutida y legitimada socialmente.
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